sábado, 26 de septiembre de 2009

Cabronazos infames



Todo lo que esperaba se cumplió. Y bastante más. De hecho, cuando voy a ver una película de Tarantino delego en sus manos mi percepción de la realidad y procuro tragar sin sentido crítico todo lo que me endilgue. Debe de ser una debilidad. El torbellino de "Inglorious basterds", en concreto, es el colmo del exceso. Y luego da otra vuelta y sigue derivando más allá.

Recuerdo la escena penúltima, la del cine repleto de jerarcas nazis, como el mayor descalabro que recuerdo para las reglas de la verosimilitud del cine considerado "serio". Es el disloque. Y qué voy a decir: en los cuentos de hadas no es pecado corregir la historia y que Hitler acabe ametrallado en el palco de un cine de barrio parisino. Si eso hubiera sucedido quince años antes otro gallo nos habría cantado a todos.

Pero qué más da: cada cual tiene derecho a dirimir sus fantasmas morales en el escenario que mejor le parezca, y si Quentin adora la pulp fiction, el cine del oeste y las películas de Fu-Manchú, todos disfrutamos de ello lo mismo que si fuera adicto al ensayo histórico.

No os perdáis el hilo de los extensos diálogos, más largos y mejores que el famoso de la cafetería en "Reservoir dogs", por citar algo bien conocido. Si hace unas semanas hablaba de "Las benévolas" como una excursión alucinada al fondo de la iniquidad del movimiento nazi, las cínicas justificaciones del oficial cazajudíos son una versión reducida (tanto como divertida) de las mismas.

Y las interpretaciones son de lujo. ¿Qué más se puede pedir para pasar un rato entretenido y luego contárselo a los lectores de este blog?

jueves, 17 de septiembre de 2009

Batiendo el tópico (II)




Tengo para mí que no todo es tan fácil: recordemos lo que tantos panfletarios del pensiero débole llevan voceando desde hace décadas. Décadas, sí. Sucede como con el posmodernismo. Poetas ultranuevos y nocillos varios acaban de descubrirlo y se embeben en sus fáciles seducciones, o eso suponen ellos, pero en el mundo anglosajón funcionaba ya en los primeros años sesenta y nada es tan cómodo si pretende tener un cierto rigor. No es cosa de seguir una receta, sino de talento y disposición para hacerla propia.

Pues bien: el afán por construir logros perecederos, por no dejar huella que perdure y, a cambio, ser ágil, ligero y muy, muy divertido, aparte de que ya está más que visto desde los años ochenta (recuérdese la extrema faiblesse intelectual que acompañó la movida) me da la impresión de que es una excusa facilona que ampara cualquier pereza. O cobardía intelectual, que vienen a ser sinónimas.

Porque la conciencia de lo perecedero no nos exime de intentar violentar las leyes. Me refiero a la tendencia universal a la entropía o, si se quiere más llanamente, al olvido. ¿No proclaman los novísimos talentos desprecio absoluto por lo que se pueda pensar dentro de un tiempo? Pues olvidémonos también de lo que puedan pensar ahora. A lo mejor todo resulta más fácil y se aclara la visión.

A que no hay.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Las benévolas, de Jonathan Littell (II)



Por otra parte, insisto, el aspecto simbólico, más que evidente tratándose del período histórico que trata la novela, no necesitaba de tal marea de datos "objetivos". Menos aún con la falta de jerarquización que se exponen la mayor parte de ellos. Casi todos pasan por la vista del lector como leños en un río crecido. Algunos son rescatados aguas abajo para otro detalle fortuito que le interesa al narrador, pero la inmensa mayoría son eso: despojos a la deriva que sólo entorpecen la marcha de la corriente, si se me permite el símil.

El entramado referencial de símbolos varios me parece muy endeble desde el punto de vista estructural o de la psicología más elemental de los personajes. Y apenas se sostiene comparándolo con la verosimilitud beligerante que el autor pretende dar al resto de la narración.

Chocan poderosamente con el comportamiento de Thomas, pongamos por caso (¿es un cínico trepa y ventajista o un amigo fiel hasta el final? ¿Ambas cosas son compatibles?). O lo que comentaba ayer, el ensañamiento de Clemens y Wesser, creo que se llaman los dos absurdos policías que se empecinan en seguir hasta el final acosando a Auer, por no hablar de la aparición de Thomas al modo "deus ex machina" cuando ya todo parece perdido. Esta parte final de la novela me ha recordado más las trampas argumentales de cualquier peliculilla de Hollywood que el tono que había mantenido hasta el momento.

Hay que decir, sin embargo, que el tema es tan espantoso, la maquinaria burocrática del crimen estatalizado y "socializado" en la Alemania nazi tan aberrante y, sin embargo, tan cercana a nuestro mundo actual, las justificaciones argumentales de los personajes suenan tanto a lo ya leído en mil ocasiones sobre la "normalidad" del espanto, que Las benévolas, mal que me pese, es una novela de lectura recomendable. Ardua, dura a ratos, pero recomendable.

Aunque yo preferiría que mis improbables seguidores leyeran antes a Primo Levi o al ya mentado Semprún, entre tantos.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Las benévolas, de Jonathan Littell



978 páginas de prosa, 978, de las que un 90% es mera narración disfrazada de informe burocrático. O viceversa, no sabría decir. Las 300 primeras, cuando menos, sólo tenían tres o cuatro escenas dignas de mención. A 1oo densas páginas por momento relevante. Tela. Y lo he leído entero. Lo juro. Yo.


Al principio no podía creer lo que tenía entre manos. Estuve tentado de dejarlo más de una docena de veces. Y el motivo de seguir leyendo fue sencillamente enterarme de si todo el libro seguía en el mismo tono frío, abúlico y desesperante. O por conocer el fundamento de ese éxito tan exagerado al otro lado de los Pirineos, que ahora me extraña menos. Pero no por calidad literaria, sino por razones que igual sugiero.

No sé si la hazaña de acabarlo ha sido cosa del estío, de que estoy muy tonto ya o de virtudes insólitas del libraco que no acabo de explicarme. Pero la verdad es que ahora, desde la otra orilla de ese océano de páginas, tampoco tengo claro lo que me ha parecido.

Veamos: la parte histórica, que en una obra literaria debería ser claramente "menor", es decir, estar subordinada a lo narrativo, aquí desempeña un papel omnipresente, basado en una exhaustiva documentación que sólo a ratos he podido comprobar que fuera cierta o fabulada. No estoy demasiado al tanto de los entresijos de la jerarquía nazi. En cualquier caso, y desde un punto de vista del lector, me da lo mismo.

Afortunadamente, el documentadísimo amor de Littell por el detalle inútil (inútil desde el punto de vista narrativo, que no desde su interés historiográfico, supongo) cede en ocasiones, dando un alivio al esforzado leedor. Pero no nos vamos a engañar: las minuciosas descripciones de los sueños en que cae el protagonista, por reseñar lo poco reseñable en cuanto a calidad literaria se refiere, no son menos tediosas que las charlas infinitas sobre detalles de la administración alemana y las innumerables idas y venidas de todo tipo de cargos SS. Rediós, qué agobio recordarlo.

Constantemente me venía a la cabeza esa desoladora, aniquilante narración de Jorge Semprún que también fue escrita en francés: El largo viaje. Eso sí, desde el otro lado de la barrera. Y con otra intención. Y con espectaculares dotes literarias que no he visto ni de lejos en Las benévolas.

Comentando con un compañero de trabajo, me dijo que le había fascinado, y eso que la había leído en francés. Entendámonos: no coincidimos demasiado en gustos estéticos, pero ni aún así me lo explico. La desazón de ser testigos del estómago de la bestia, contemplar desde dentro la maquinaria burocrática y alucinada de la "solución final", no mantiene el tipo de una narración plana, aburrida y, a ratos, desquiciante.

He querido pensar que era así para dotar de entidad estilística al erial de vesania de los personajes, pero entonces no me explico las acciones obsesivas de la pareja de policías que acosan al protagonista más allá de toda lógica. Como tampoco cuadran la mitad de sus reacciones, sobre todo, al final de la novela, e incluso me parece poco plausible el alcance exorbitado de su propia obsesión incestuosa. Que, en definitiva, funda todo el edificio argumental.

Como decía, a mí no me ha fascinado en absoluto. Tampoco me ha sobrecogido, a decir verdad, pero he de reconocer que llevo varios días con la cabeza "colonizada" por algunas de sus escenas más llamativas. Y eso quiere decir que el megaladrillo ha logrado dejar su carga de profundidad.

La pregunta es: ¿merece la pena tal despilfarro de páginas, tal empecinamiento en narrar sin ton ni son para ese resultado? ¿No se podría haber conseguido también con un tercio del volumen y, sobre todo, dejando disfrutar un poquito más al lector?

A pesar de todo, ¿por qué vuelven constantemente a la memoria?