jueves, 13 de agosto de 2015

"Kokoro", de Natsume Soseki



Uno es tan idiota a veces que no se lo puede creer. 

Viene esto a cuenta de los prejuicios: solo por haber oído a Sánchez Dragó poner a Soseki por las nubes (creo recordar que a un gato suyo lo llamaba así) decidí que tal escritor no podía interesarme. Qué culpa tendría el pobre Natsume de que un occidental lo hubiera "descubierto" y se apropiara de sus méritos, como si pudiera contagiársele el facherío y la soberbia mayúscula del otro por el simple hecho de que lo nombrara. Pero así soy yo: o las cosas me entran a la primera o lo tienen muy difícil. 

Pero tengo otra ventaja, y es que soy olvidadizo. Hace un par de semanas pasé por la librería Antígona y adquirí "Kokoro". Nunca en mejor momento. Es una novela excepcional, un clásico. Y no es perfecta: la relación entre un joven universitario y un maduro personaje que es tan interesante como enigmático crece exponencialmente a partir de la segunda mitad del libro. 



Esta consiste en una larga carta enviada por Sensei, el mayor, al joven (sus nombres nunca se conocen) explicando los motivos que le han llevado a su suicidio. 

Impresionante. Conmovedora. Delicadamente bien escrita. Cómo es posible que con argumento tan elemental Soseki consiga crear una de las mejores obras que he leído en años (a la altura, por lo menos, de lo mejor de Kawabata, que era fiel admirador suyo) sería cosa de maravilla si a estas alturas no hubiera leído unas cuantas obras así de buenas. 

En fin, no quiero encomiar más lo que no es ningún secreto, pero puede servir de guía para espíritus perdidos en los soles y las arenas de este agobiante verano. No sean tan torpes como el que suscribe y lean "Kokoro". No se arrepentirán. 

La plúmbea ligereza.



La ligereza de estos días de pesadilla que no quiere despejarse me tiene atrapado. Más bien, vegeto a la espera de acontecimientos (algunos, programados; otros, deseados) y leo. Y escribo para rehacer y destruir acto seguido. O sea, que estoy en la línea de salida de cualquier otro verano. La diferencia es que esta vez todavía no me he planteado releer el Quijote. Con el Persiles de hace unas semanas tengo el cupo clásico cubierto. 

Esta sensación de interinidad ya la conozco de tantas ocasiones que ni me importa. Sin embargo, no me he acostumbrado a su nervio impertinente. Vuelve a clavarme en el suelo lo mismo que cuando, en mi adolescencia, me veía días y meses encerrado en ese pueblo ardiente y desolado, enfrente del Castellar.

Ahora no es el estar lejos de lo interesante, sino el que no exista, o el tener que habitar agujeros por decreto todos los días varias horas, con esos tedios tan habituales que parecen no acabar.